jueves, 13 de enero de 2011

“La gastronomía en la Roma antigua y algo de Grecia”


Las costumbre culinarias forman parte de la cultura humana y nos brindan la posibilidad de observar los distintos tipos de gustos que se van manifestando a través del tiempo, ¿vemos que ocurría en la antigua Roma y como era un banquete y orgía griega?


Las comidas del día
El almuerzo de la mañana o la merienda que el niño se llevaba a la escuela se llamaba “ientaculum”; la refección del medio día, “prandium”. En ciertos casos también el prandium se servia en el “triclinium”, pero por lo común se despachaba un bocado de cualquier manera (manjar frío, la mayor parte de las veces restos del día anterior), sin sentarse siquiera: “sine mensa prandium, post quod non sunt lavanda e manus” (Séneca, Epist., 83,6). La comida principal es la cena (comida). Los antiguos cenaban en el “atrium” y más tarde, en un aposento (cenaculum; Cfr. Pág. 35), constituido por un entresuelo sobre el “tablinum”; pero en la época en que nos ocupamos, cuando se había hecho general la costumbre griega de comer acostados, a la “cena” se le reservaba un aposento especial, el “triclino”. Había triclinios para el verano y para el invierno, la diferencia consistía en la orientación. Era usual el triclinio al aire libre, como el de que habla Plinio y los triclinios de albañilería que se ven en algunos jardines de Pompeya.


El típico triclinio ponpeyano consistía de un recinto cuadrado o rectangular con una puerta de ingreso, a los costados tres estructuras rectangulares (adosadas a la pared) y en el centro de los mismos una mesa (también del mismo material); ingresando al recinto, el primer lecho sobre la derecha toma el nombre de “lectus summus”, el que se encuentra detrás y contra la pared posterior se denomina “lectus medius”, y el de la izquierda “lectus imus”.
Los tres lechos eran llamados, yendo de derecha a izquierda, summus, medius, imus, y los tres sitios usuales de cada lecho se llamaban, siempre contando en la misma dirección, locus summus, locus medius, locus imus. En cuanto al sitio de honor hay alguna incertidumbre; parece que era el imus in medio, llamado locus consularis, el sitio que permite recibir recados por el lado exterior del lecho. Obsérvese, no obstante, que dado el poco espacio del triclinio usual, difícilmente había un lado exterior accesible, puesto que los lechos eran adosados a las paredes. Es cosa más notable que en la cena en casa de Eutrapelo, narrada por Cicerón, el orador, que es el más distinguido entre los asistentes, no ocupa el immus in medio, sino el medius in medio. Aquel sitio en la cena de Nasidieno (Ad Fam., IX, 26) está ocupado por una “Umbra”, un personaje secundario, cuando no un parásito. Podría ser que la costumbre fuese oscilante o que, entre amigos, no se hiciesen tantos cumplidos. El sitio del dueño de casa es el “locus summus in imo”; como es natural, está junto a la persona de mayor respeto. Pero tampoco en esto había regla fija. En la sátira horaciana, en efecto Nasidieno no está junto a Mecenas.


En lugar de los tres lechos dispuestos en ángulo, en la época imperial se hizo de moda un lecho arqueado, donde hallaban sitio seis, siete y hasta ocho comensales (exaclinon heptaclinon, octoclinon), y era llamado “sigma”, por analogía con el sigma lunado griego (C), o bien “stibadium” o “accubitum”. El puesto de honor estaba en la extremidad (cornua), donde se sentía menos la molestia de estar apretados.









De las mesas, que eran los muebles, más hermosos de la casa, y de las cuales se mostraban los hombres tan ambiciosos como las mujeres de las joyas. La mesa que servía a los comensales cómodamente echados en los lechos triclinares, era redonda; en ella eran puestos los manjares y un recipiente con el vino (lagoena): los comensales se podían servir a su voluntad. También el salero (salinum) quedaba siempre a su disposición, y la botella del vinagre (acetabulum). Para sostener los platos con los manjares, se usaba un mueble especial llamado “repositorium”. Este sistema era cómodo, pero podía dar motivo a discusiones si no mostraban todos un sentido de discreción al servirse. En los grandes banquetes, donde los manjares ofrecidos eran muchos y los camareros en gran número, las comidas eran rápidamente sustituidas y aun hay quien supone que sólo eran ofrecidas sin ser puestas en el repositorium. El mantel (mantele) hace su aparición en el siglo I de Jesucristo. La servilleta (mappa) era suministrada por el anfitrión, pero algunos la llevaban consigo para poner en ella los restos de la comida, según fea costumbre que la sociedad romana toleraba.

Los comensales comían echados de través con el codo del brazo izquierdo apoyado en un cojín y los pies vueltos hacia la derecha. Los sitios estaban separados mediante cojines, puestos –según parece- no encima, sino debajo de las ropas del lecho triclinar. El plato (platina, patella, o si era hondo, catinus) era mantenido con la mano izquierda; la comida se tomaba con los dedos, pues no se conocía entonces el tenedor. Era señal de elegancia comer con la punta de los dedos, cuidando de no embadurnarse las manos ni la cara. “Carpe cibos digitis, est quiddam gestus efendi; ora nec in munda tota perunge manu” (toma los manjares con la punta de los dedos; hay también buenas maneras en el comer; mira que tu mano sucia no te manche todos los labios. –T.-), enseña Ovidio (Ars. Am., III, vs. 755-56). Antes de ser servidos, los manjares eran preparados por un esclavo (scissor, carptor, structor) que los cortaba en pequeñas porciones (pulmenta). Esto hacía también que el cuchillo fuese inútil, el cual, sin embargo, vemos en la mano de algún comensal en representaciones figuradas de los que tomaban parte en estos festines. Más usada era la cuchara (coclear o ligla), y variaba de forma según el uso para que servía.
La vajilla era riquísima. Si la gente pobre se servía de objetos de barro (los vasa Saguntina), en los grandes banquetes platos y vasos eran de plata (argentum escarium y potorium); las copas (pocula), de cristal, de electro (el electrum era una liga de cuatro partes de oro y una de plata que no debe confundirse con el ámbar –sucinum-), de oro, de murra (los murriná), piedra especial, opaca, costosísima, que aumentaba, decían, la fragancia del vino; muy raramente estas copas eran lisas (pura), más a menudo adornadas de relieves trabajados en abolladura o aplicados, o de piedras preciosas (pocula gemmata). La forma era también diversa: anchas y sin asa ni pie (paterrae), altas con pie y asas que en algunos tipos sobresalían del borde (cálices), en forma de barquitas (cymbium, sacphium), o de cuero (rhytion), etc.





Siendo costumbre de los romanos tomar la bebida caliente y aguar el vino –que era servido puro sólo para las libaciones rituales-, en el triclinio estaban el recipiente del vino (oenophorus), el del agua caliente (caldarium) y la crátera (creterra). Era éste un gran vaso donde se mezclaba en determinadas proporciones el agua con el vino y del cual se sacaba el líquido, para escanciarlo en las copas mediante un pequeño recipiente de largo mango llamdo cyathus. También eras usual el filtro (sacculus, solum) porque los antiguos, por falta de técnica, no llegaron jamás a producir vino perfectamente límpido; por eso liquare, “filtrar”, es palabra usada por los poetas como sinónimo de “escanciar”.
Los comensales vestían un jubón muy atildado, synthesis, y calzaban sandalias soleane. Los esclavos empleados en el servicio eran diversos, según su habilidad y la gracia de su rostro. Los esclavos más bellos escanciaban el vino (ministri, pueri a cyatho) o cortaban los manjares, poniendo también cuidado en cumplir su oficio con gestos graciosos. Iban vestidos con trajes de colores variados y vivos, y llevaban los cabellos largos y ensortijados. En cambio, los esclavos que, a pesar de hacer servicio en el triclínio estaban encargados de oficios secundarios y más groseros, se cubrían con toscos vestidos, y llevaban los cabellos afeitados. Entre éstos se cuentan los socparti (sustituidos más tarde por los analectae), que habían de recoger y llevarse los restos tirados por los comensales debajo de la mesa. ¡Así lo quería la costumbre! (En la antigüedad se hacía así en todas partes; y en la época alejandrina, a un artista, Sosos, se le ocurrió la idea de representar en mosaicos un pavimento diseminado de desperdicios, la llamaba “sala sin barrer”; cfr. Plinio XXXVI, 184). Y es increíble lo que la urbanidad del banquete de los antiguos tenía de menos rigurosa que la muestra. Cada comensal llevaba consigo un esclavo de confianza, que debemos suponer sería joven y bello (puer ad pedes), el cual asistía al banquete, permaneciendo en continua espera de las órdenes de su amo y prestándole servicios aunque fuesen humildes y desagradables, si como alguna vez sucedía, comía demasiado. Un triclinarcha, experto en ceremonial, estaba encargado por el dueño de la casa de vigilar la ordenación del banquete.



La ordenación del banquete
Cuando los comensales se habían acomodado en el sitio señalado, los esclavos presentaban el agua para la ablución de las manos, y el banquete comenzaba. La cena tenía su obediencia a un régimen uniforme; había en ella tres momentos:
1) El gustus o gustatio, entremeses, formados de manjares ligeros y propios para estimular el apetito; en él se bebía el mulsum, brebaje de vino y miel. Plato de cajón era el huevo; es célebre la expresión horaciana “ab ovousque ad mala” (Sat. I, 3, vs. 6-7. “Comensar ab ovo”, en cambio, deriva del Ars poet., v. 147 –Desde el huevo hasta la manzana. –T.-) por decir desde el principio al fin del banquete.

2) Cena propiamente dicha (de varios platos, dada uno de los cuales era llamado Ferculum o cena; por lo tanto: prima, secunda, tertia cena), durante la cual se bebía el vino.
3) Secundae mensae (los postres), que en los grandes banquetes se convertían en un simposio, llamado comissatio; en ella se comían cosas picantes o secas, que excitaban la sed, y se bebía copiosamente. Entre la cena y las secundae mesae se traían y se colocaban sobre la mesa las estatuillas de los lares; entonces se hacían libaciones, pronunciando palabras de buen augurio.
La parte principal del banquete era, pues, la cena, durante la cual se alternaban con abundancia los platos más deliciosos y más raros. También se rendía culto al arte por el arte, escogiendo platos sorpresa, donde un manjar se ocultaba bajo apariencia de otro manjar diverso. Los
comensales comían aves, conchylia, pisces, longe dissimilem noto cen tantia sucum (Horacio, Sat. II, 8.vs. 27-28 –“Aves, mariscos, peces, que ocultaban su conocido jugo con otro muy diferente”. –T-), En la cena de Trimaleión (Petronio, 69) un ganso engordado, rodeado de peces y pájaros es todo él carne de cerdo. “¡Grande hombre mi cocinero! –dice el anfitrión (Ibid. 70) –Queriendo él, de una perdiz hace un pez de un pernil una tórtola, de un pastel una gallina”. Macrobio (III, 13, 13.) habla de animales rellenos y cocidos con otros animales. Trimalción hace servir (Petronio, 33 y 40) huevos de pavo real que llevan dentro becafigos con salsa de pimienta, o un jabalí cocido lleno de tordos vivos. Aun admitiendo que haya exageración en todo esto, tal es el estilo de la época.

Durante la Comissatio, los comensales se ponían guirnaldas de flores y se untaban con gran profusión de ungüento perfumado. Un “rex convivii” (o magíster o arbiter bibendi) – (Rey del convite, o maestro, o árbitro de la bebida –T.-) determinaba en que proporción se debía mezclar el agua con el vino y cuándo se había de beber. Esta costumbre era griega (Graeco more bibere), pero tan antigua, que Cicerón la consideraba como institución de los antepasados (De sen., 14, 46.): Magisteria… a maioribus instituta. Durante la comissatio se hacían numerosos brindis; a la salud de algún comensal, de los ausentes, de las amigas; en la época imperial, también del príncipe y de los ejércitos. La manera más común de hacer un brindis a un presente era ésta: se llenaba de vino la copa, se bebía de un trago a su salud y se mandaba llevarle la copa, nuevamente llena de vino, para que el bebiera a su vez.
En aquella embriaguez de la vida, recordar la necesidad de la muerte era a un mismo tiempo admonición e invitación a gozar (la costumbre es antigua. Cuenta Herodoto –III, 78 – que en los banquetes egipcios se hacía pasar de mano en mano de los comensales una pequeña escultura de madera donde se representaba un muerto dentro del ataúd. Había escrito: “Mirándolo, bebe y diviértete; porque, muerto, serás como él”). Y había quien alegremente en copas de plata que un fino cincelador adornaba de esqueletos gesticulantes. Aquellas imágenes macabras daban sabor al vino. En la cena de Trimalción (Petronio, 34), después de la gustatio, es mostrado un esqueletito de plata con las articulaciones sueltas, que se inclina y toma varias posturas, mientras el dueño de la casa filosofa acerca del él. Un pavimento de mosaico de triclinio romano está adornado de una gran calavera con las cavidades de los ojos vaciadas; otra figura a un esqueleto que se retuerce sobre una enorme parrilla con garfios. “Conócete a ti mismo”, hay escrito debajo, todo esto, sin duda, inducía a pensamientos prudentes; pero, según los indicios, no hacía perder el apetito.
En la época republicana, senadoconsultos y leyes (leges sumptuariae) probaban a imponer restricciones al lujo de los banquetes, limitando al gasto relativo, o los géneros de comidas usados; o también la aceptación del convite por parte de altos magistrados (Aulo Gelio, II, 24; Macrobio, III, 17.); pero la última de estas leyes se tuvo bajo Augusto, y eran leyes tales que pronto caían en desuso. En el período imperial, el lujo de los banquetes aumentó; los señores estaban rodeados de una nube de clientes a quienes el espejismo de una buena comida disponía para los servicios más humildes y para la más estúpida adulación; pompa inmoderada alcanzó sobre todo la ostentación de los libertinos enriquecidos. Para muchos, ofrecer un banquete era una dávida, algo más liberal que la mísera cantidad de dinero, la sportula, que se daba al cliente. Y a los invitados pobres la mayoría les hacían sentir la distancia que los separaba de ellos; era, en efecto, bastante común la costumbre de no tratar a todos de la misma manera. Pero las personas más finas no aprobaban este sistema. Yo, a los comensales –escribe- Plinio (II. 6, 3: Eadem ómnibus pono, ad cenam enim, non ad notam invito cunetisque rebus exaequo quos mensaet toro aequavi. Ofrezco lo mismo a todos; los invito a una cena, no a una afrenta, y en todas las cosas igualo a los que trato, lo mismo en la cena que en el lecho –del banquete –T.-), los invito a comer y no a aguantar humillaciones”.
El banquete entre los antiguos duraba horas y horas: poco más o menos desde las tres de la tarde (lora nona) hasta entrada la noche. Era, en efecto, la manera de reunirse más común y más agradable. Hoy, quien desea encontrarse por la noche con los amigos, los busca en le círculo o en el café; quien quiere pasar la velada distrayéndose va, según sus gustos, al teatro, al café concierto, al cinematógrafo. Los espectáculos teatrales de todo género, en nuestra época, se han convertido en diversión usual; han perdido en solemnidad, pero han entrado a formar parte de la vida cotidiana. El teatro, en efecto, de periódico que era en la antigüedad, se ha convertido en diario, ha multiplicado sus formas, se ha adaptado a las diversas exigencias de esta civilización nuestra, que lo ha organizado todo, hasta las diversiones. Pero entre los antiguos no era así. De día, si se quería charlar o pasar el rato con los amigos, se iba a las grandes termas o a la tienda del barbero; pero a la noche, cuando se quería uno poner algo alegre, no había otra manera sino reunirse en un banquete con los amigos.
Naturalmente, no se debe pensar que en todas aquellas horas no se hacía sino comer y beber. Además de conversar y discutir, pasatiempo que siempre ha tenido su atractivo entre gente fina, había distracciones y entretenimientos de varias clases. Comenzando por los que Plinio llamaría “los honestos” y Marcial “los aburridos”, muy en uso estaban las lecturas que un esclavo (lector, Anagnostes) hacía a los comensales; o bien las recitaciones efectuadas por el comoedus, que declaraba con gustos amplios y alta voz; o las audiciones musicales: artistas hábiles en tocar la lira (lyristae) o en cantar (choraules) hacían muestra de su arte espléndidamente remunerados. No todos, sin embargo, se divertían con esto, y los amigos de francachelas preferían los banquetes en que se jugaba a juegos de azar, o en que los chistes y las impertinencias de los bufones (derisores) hacían reír a los reunidos; y se asistía a espectáculos que en la edad nuestra han ido a parar en gran parte a los teatros de variedades; a muelles danzas de muchachas gaditanae (que todas fuesen de Cádiz nadie lo juraría), o los ejércitos de acróbatas (petauristarii) etc. Además había la diversión que ofrecían los moriones, enanillos medio idiotas que con sus estupideces regocijaban a los reunidos. Marcial (VI, 30 vs. 15-16.) nos presenta uno, “que tiene la cabeza puntiaguda, y las orejas largas, y las mueve como los asnos”. Estuvieron muy de moda en la época imperial, y hacían furor, aunque las personas serias no estuvieron conformes con aquel espectáculo (Plinio. Epist., IX, 17). Cuando más tontos eran más caros costaban; y hasta es de creer (Marcial, VII, 13.) que a veces no eran tan necios como fingían parecer; porque esto sucede casi siempre: querer pasar por inbéciles sin serlo de veras, es una de tantas maneras de engañar al mundo.
En los banquetes más ricos se hacían distribuciones de “apophoreta”, regalos por medio de loterías; los regalos eran de valor muy diverso, lo cual aumentaba el interés del sorteo. Una de tantas afirmaciones debidas al sistema de dar por usual lo que es excepcional y extraño, es la de que a los banquetes se llamaba también a los gladiadores, para luchar o matarse. Es verdad que algún emperador recurrió, para hacer algo nuevo, a tales espectáculos; pero no es por ello cierto que los romanos prefirieran aquellos banquetes en que se vertía vino y sangre.




Los Manjares
Diversidad de gustos entre los romanos y nosotros.
Los romanos primitivos eran frugalísimos; pero sus descendientes, sobre todo en la época imperial, tenían tal predilección por la buena mesa, que no escatimaban cuidados ni reparaban en gastos. Los goces del banquete eran preparados con sabiduría metódica y con previsión. En las villas se criaban racionalmente peces, salvajina, pájaros; había piscinae, aviaria, leporaria, etc. Se había hallado la manera de engordar, no sólo las aves de corral (altilia), las liebres, los lirones, sino también ostras. A donde no llegaba la producción indígena proveía el comercio; de todas las partes del mundo conocido llegaban a Roma vinos exquisitos y golosinas. Con todo, es probable que si uno de nosotros hubiese de asistir a un convite como el de los romanos, saldría de él con el estómago revuelto.

Los más complicados guisados, para preparar los cuales cocineros comprados a carísimo precio ahondaban en todas las inversiones de su arte, empleando ingredientes de gran precio, nos parecerían incomibles.
El gusto humano, contrariamente a lo que podría parecer, es capaz de grandes variaciones de pueblo a pueblo y de un tiempo a otro. Hablando de los tártaros. Maraco Polo (traducción de L. Fl Benedetto, Milán, Treves –Treccani – Tumminelli, 1932, páginas 85 – 86.) escribía: “Comen a veces icneumones (o mangosta), que abundan en verano por aquellas llanuras y por todas partes. Comen además carne de caballo y de perro, y en general de toda carne” (quien no se sienta el estómago fuerte hará bien en no ejercer demasiado su fantasía en las palabras “en general”). También en nuestros tiempos los etnólogos han hecho a este propósito amplias indagaciones, cuyos resultados son tales que muchos se quedarían asombrados. Los chinos comen, además de los célebres nidos de golondrinas, perros, gatos y ratas. “El primer espectáculo que detiene las miradas del viajero es el de las hileras de ratas colgadas por el rabo a los techos de las casas, como el maíz en Italia o las cebollas en el norte de Europa. La sopa con caldo de topo es para el chino una cosa divina” (Esto y los datos siguientes está sacado del libro de A. Gougnet, “Il ventre dei popoli”, Turín, Bocca, 1905.). Los japoneses, en cambio, consideran como refinamiento la ensalada de crisantemos aderezada con vinagre, salmuera de pescado y azúcar. De los pueblos asiáticos, los canchadales se comen los peces crudos después de hacerlos pudrir en las zanjas, y sin no están bien corrompidos no se los comen. Los zelandeses se nutren de insectos, perros, tallos de helechos cocidos al horno y encima beben aceite rancio. Los cafre, población de África, se perecen por las tripas crudas de cabras y bueyes, y comen de todo, hasta hormigas. Muchos son los pueblos en los cuales los reptiles, sin excluir las serpientes, son manjar exquisito; si no fuese una de las cosas más sabidas, nos resistiríamos a creerlo. Por otra parte, parece inexplicable que para uso de los condimentos se revelan los gustos más dispares; vemos usado el aceite de ricino, el agua de mar, la grasa humana (entre los ñam-ñam) y delicias por el estilo.
Después de este preámbulo, no causará maravilla la gran diferencia de gusto que notamos entre los romanos y nosotros. Aunque el precisar en esta materia sea peligroso, puesto que no se pueden siempre identificar con seguridad manjares y condimentos, cierto es que nos parecería estropear la gracia de Dios si, como aconsejan las recetas aspicianas (Apicio- colección de recetas culinarias; época imperial –VI, 4, 2 -224-), se cocinasen los pichones en un guisado formado, además de ciertos ingredientes –de que no se conoce el precio correspondiente nuestro, pero que inspiran grave desconfianza -, con pimienta, dátiles, miel, vinagre, vino, aceite y mostaza; o si, cuando se tienen pájaros, en vez de ponerlos en el asador, se los dejase cocer en un líquido compuesto de vinagre, miel, aceite, uvas pasas (o bien ciruelas de Damasco, que les daba lo mismo), vino, menta, pimienta y una infinidad de hierbas de sabor fuerte (Ibíd. V, 1 -227-.); esto nos hace pensar en la ensalada de crisantemos de los japoneses.


La diferencia de gustos entre los romanos y nosotros es todavía más grave de lo que podría parecer si nos dejásemos engañar por aparentes coincidencias; como nosotros, los romanos se perecían por setas, pero las cocían con miel (Ibíd., VII, 15, 5 -318-); apreciaban mucho los buenos albérchigos, pero los trataban poco más o menos como hacemos nosotros con las anguilas escabechadas (Ibíd., I, 12, 11-26-); tenían predilección por muchos de los pescados que también hoy vemos con gusto en la mesa, pero los preparaban con cierto revoltillos, llamémoslos así, que nos preocupan, en que entraba un poco de todo, sin excluir las ciruelas y los albaricoques desmenuzados y un puré de membrillos. Si alguien tuerce aquí el gesto, hace mal. Debe recordarse que mientras los romanos preferían el queso fresco, nosotros hacemos buena cara al queso Gorgonzola, a pesar de reconocer y decir que apesta: un queso está podrido y que se paga y se aprecia tanto más cuanto más sabiamente se le ha hecho pudrir. Los romanos arrugaban la nariz ante el jabalí rancio; a nosotros nos parece echarlo a perder si lo comemos fresco, y lo cocinamos sólo cuando está más que mortificado y sabe a carne pasada. “Es el sabor de la salvajina”, se dirá. “No; es el hedor del cadáver”, respondería un romano. Evidentemente, entre tantos proverbios como hay, el más verdadero y más ecuánime es el que todos los gastos son gustos y sobre gustos no hay disputa.
Añádase que el gusto moderno de los europeos muestra predilección también por ciertas bebidas y géneros de alimentos que los antiguos no conocieron; harto sabido es que en tiempo de los romanos no había ni café, ni té, ni azúcar, ni licores, ni ciradillas, ni patatas, ni judías; desconocidos los tomates, rarísimos y no de nuestros países los frutos agrios, como limones, naranjas, etc. Los dulces se hacían con miel, con mosto cocido, a veces con miel y con queso, como la Placenta.


Una bebida regocijante, el vino; hasta en los bares (Thermopolia) que, a juzgar por lo que vemos en Ponpeya, eran numerosos como entre nosotros, se bebía vino caliente. Hasta la técnica culinaria era diversa. Entre otras cosas, no se había descubierto sino muy elementalmente los servicios que puede prestar un huevo, como cohesivo, por ejemplo, esto es, para dar resistencia a las comidas manipuladas con varios ingredientes. Y como a los romanos les gustaban los revoltijos y los sabores variados, recurrían al sistema de embutir en una tripa de cerdo los picadillos y pasta elaborados de los mil modos que el arte enseñaba. La virtuosidad del cocinero consistía sobre todo en preparar Botella y Farcimina.
Más que fundamentales diferencia de gusto había que atribuir al capricho de la moda el hecho, varias veces citado por los autores, de que también entre los romanos en mismo manjar era, según los tiempos, muy buscado o despreciado.


Los principales manjares romanos.
Hagamos una rápida reseña de las comidas y las bebidas más comunes entre los romanos: El uso del pan no parece haber llegado a ser general sólo hasta principios del segundo siglo antes de Jesucristo (siglo II a.C.). En los primeros siglos, el trigo servía para preparar la puls (unas sopas de trigo que los autores distinguen de la polenta, la uaca de los griegos, hecha con cebada tostada y triturada). De pan, además de algunos tipos especiales, como el pan de cebada, de espelta, etc., había tres calidades: 1) el pan negro de harina basta cernida (panis acerosus, plebeius, rusticus, castransis, sordidus, etc.); 2) el panis secundarius, más blanco, pero no muy fino; 3) el pan de lujo (panis candidus, mundos). También se cita el pan de perro (panis furfureus). El pan se cocía en horno o en recipientes especiales, como el clibanus (panis clibanicus). De las legumbres, las más usadas eran las habas, las lentejas y los garbanzos; de las hortalizas, las lechugas, la col y el puerro; también se hacía mucho consumo de hierbas laxantes (malvas, acelgas, etc.). Los espárragos y las alcachofas (carduus) eran más raros que entre nosotros, y sólo comparecían en las mesas de los riscos.

Los romanos gustaban grandemente de las setas, sobre todo de los Boleti (tal vez la seta común), como lo demuestran numerosos pasajes de autores, especialmente de Marcial. Muchos más en honor que en nuestra mesa estaba la aceituna, indispensable en los entremeses.


Las frutas de uso común eran también las que más se consumen entre nosotros, con excepción de los frutos ácidos mencionados, que venían de Oriente y comenzaron a arraigarse en Italia hacia el cuarto siglo después de Jesucristo. Manzanas (male), peras (pira), cerezos (cerasa), ciruelas (pruna), uva (fresca o pasa, o también conservadas en recipientes de barro: uvae ollares), nueces, almendras (nux amigdale), castañas.
El cultivo de las cerezas se introdujo del todo durante las guerras mitridáticas; en los primeros siglos no se conocía de ellas más que una calidad silvestre, llamada cornum. Entre las manzanas, era conocido el membrillo (malum cydonium), del cual se hacían ya entonces mermeladas. De Armenia había venido el albaricoque (Malum Armeniacum, o praecox); y entraba en la composición de ciertos platos, por ejemplo, en el picadillo de lomo de cerdo (Apico, IV, 3, 6 -176-). Muy comunes parece que fueron los dátiles (dactyli, palmae, caryotae), que eran importados de los países cálidos.


 

El mundo animal contribuía con sus carnes a la mesa romana con alguna mayor diversidad que en nuestra época. En efecto, además del buey y el cerdo, a que eran aficionadísimos, comían carne de ciervo, de asno salvaje (onager), de lirón en los Gliraria se aplicaban cuidados escrupulosos. En cuanto a la salvajina –mucho más apreciada que el modesto pollo, que los romanos tenían en muy poco-, había la costumbre de criarla como a los animales domésticos, sistema que, según parece, había de perjudicar a su sabor. Animales desaparecidos hoy de nuestra mesa, pero de honor en aquel tiempo, eran el fenicóptero, del cual se apreciaba de modo particular la lengua; la cigüeña, la grulla y hasta el sítaco, un pajarillo parlero de la familia de los papagayos. Inusitado manjar entre nosotros y, con todo, objeto para los romanos de grande entusiasmo gastronómico, eran la tórtola y el pavo real.
Pero a todos los otros manjares, los romanos preferían el pescado de calidad fina. En general se hacían en Roma gran consumo de pescado; desde los pececitos conservados en salmuera (gerres, maenae, etc.), cosa barata que se despachaba entre le pueblo bajo, hasta los más buscados, como el rodaballo, los salmonetes, especialmente si eran muy gruesos, el escaro (cerebrum Iovis paene supremi, lo llama Enio), es esturión, etc. Sería inútil dar una lista de ellos que la dificultad de la identificación haría insegura. Es notable observar que dos calidades de pescados –aparte la manera de cocinarlos- parecen haberse sustraído a los cambios del gusto y a los caprichos de la moda y tener el singular privilegio de ser siempre muy apreciados: los salmonetes y los lenguados.





El “garum” y el “allec”
Más que en los manjares, la diferencia entre nuestro gusto y el de los romanos se muestra en los condimentos. Se ha visto que era usual entre ellos mezclar sabores fuertes con sabores dulzones, por lo cual en los mismos platos, junto al vinagre y a la menta se empleaba la miel, el mosto cocido (defrutum) y las frutas desmenuzadas. Pero la principal característica de la cocina romana consiste en el uso abundante que se hacía de algunas salsas de pescado, no preparadas de cualquier manera, sino obtenidas por largo proceso y conservadas en ánforas en las bodegas.

Eran raros los manjares en que no ponía una dosis de ellas. Garum, liquamen, muria, allec. Se preparaban de mil maneras; las diferencias de sabor dependían en parte del método de preparación, en parte de la calidad de los peces empleados. Por una escrupulosa receta que se nos ha conservado en un manual griego de agricultura (Gjeiponica, XX, 46, I.) nos enteramos de que ante todo se preparaba el liquamen; esto es, se ponían en un recipiente las entrañas de los peces mezclando en ellas pedacitos de pescado o pescados menudos, y se mezclaba todo hasta convertirlo en una pasta homogénea. Esta pasta se exponía al sol y se agitaba y batía a menudo para que fermentase. Cuando, por la acción del sol, la parte líquida se había reducido mucho, se inmergía un confín en el recipiente lleno de liquamen.
El líquido que lentamente se filtraba en el confín era el garum, la parte más exquisita; lo que quedaba – la lez del garum, para entendernos- era el allec. En cuanto a la Muria, como término genérico, significa agua salada o salmuera, pero la palabra vino después a indicar también un tipo especial de garum.
El buen sabor de los manjares dependía en gran parte de la habilidad del cocinero en dosificar el garum. Bastaba a veces una cantidad insignificante; un para de huevos con alguna gotita de buen garum (marcial, XII, 40.), he aquí un manjar sencillo y delicioso.
El garum era un producto que exigía cuidados, trabajo y gastos. Por esto costaba carísimo. Con todo, se hacía tan grande consumo de él que había centros de su producción hasta fuera de Roma. La industria del garum, por ejemplo, florecía en la laboriosa Pompeya. No se puede adivinar con precisión el sabor que tendría, por le método con que se obtenía el fácil deducir que sería un sabor ácido, fuerte, nauseabundo. Lo confirma un epigrama de Marcial (VII. 94): Unguentum fuerat quod onyx modo parva gerebat: olfecit postquan papilus, ecce, garum est. (Papilo –quiere decir el poeta- es un hombre a quien le hiede terriblemente el aliento; basta una tufarada de aquel su aliento pestilencial para transformar un ungüento perfumado… en garum) con esto está dicho todo. Es probable que un manjar preparado con el garum no sería tolerado por nuestros estómagos.




El Triclinium
Sólo con el desarrollo de una civilización más refinada los romanos comenzaron a construir en sus casas triclinios (triclinia), esto es, estancias que servían sólo para comedores. Esto ocurrió cuando se hubo introducido en Roma el uso griego de cenar echados (cfr. Pág. 77). Anteriormente se cenaba en le atrio, en el tablinium o en un piso sobre el tablinum (cenaculum en el sentido primitivo) (Por ser el cenaculum una división del tabinum, la palabra tomó después el sentido de “desván”). Los triclinios de las casas pompeyanas nos dan sólo una idea aproximada de los suntuosos triclinios de las casas señoriales de Roma, grandiosas salas destinadas a hospedar una muchedumbre de comensales. Los de Pompeya son relativamente pequeños, los tres lechos apenas podían hallar sitio en ellos, y estaban adosados a las paredes del triclinio; quedaba muy poco espacio para los esclavos que servían la comida. Mayores comodidades ofrecían el oecus corinthius, dispuesto, como es verosímil, para triclinio; los lechos triclinares estaban dispuestos en el espacio interior entre las columnas, de modo que entre éstas y las paredes quedase como un corredor libre.



La cocina
Escribía Séneca (Epist. 114, 26. –Mira nuestras cocinas y a los cocineros corriendo de acá para allá entre tantos fogones –T.-): “adspice culinas nostras concursantes iter tot ignes coquos”, y nosotros imaginamos un cuarto vastísimo, donde hay lugar para muchos fogones, de albañilería y portátiles, en derredor de los cuales se atarean cocineros, pinches, mozos, un verdadero ejército a las órdenes del cocinero jefe (archimagirus), supremo jerarca de la cocina. La complejidad y la grandiosidad del convite romano hacen pensar necesariamente en una cocina vasta, rica de cachivaches variados, con grande ir y venir de sirvientes. Verdad es que este tipo de cocina debía de ser una excepción, rarísima excepción en las grandes casas: la regla es representada por la muy modesta cocina que hallamos en Pompeya, en Ostia, en la Domus Liviae del Palatino: un cuchitril ocupado en gran parte por un fogón de albañilería, donde si los empleados en ella eran más de uno no se comprende cómo lograrían moverse sin estorbarse mutuamente. El recinto es pequeño y sobrio. El humo sale o por una ventana o por una abertura practicada en el techo, y se va como puede, porque es raro que se construya campana sobre el fogón y encima del tejado no hay chimenea (En algunos frescos pompeyanos está representado el exterior de una casa y se ve su tejado: pero sobre éste no hay chimeneas. Esta ausencia de chimeneas es confirmada por el modo como en la Domus liviae del Palatino está construido el fogón de la cocina.); por esto falta el tiro. Y ello es incómodo y peligroso. La escena de la cocina que se incendia, descrita en una de las sátiras de Horacio (Sat. I, 5, vs. 73-74- Porque, consumida la lumbre, una llama errabunda por la vieja cocina se daba prisa a lamer lo alto del techo - -T.-), debía de ser una realidad bastante a menudo. // “Nam vaga per veterem dilapso flamma culinam// volcano summum properabat lambere tectum.”//
Además del hogar, había un pequeño horno para el pan, y un albañal (conflunium, fusorium) para el desagüe.


La cocina es, por decirlo así, la Cenicienta de la casa romana; no hay en el esquema típico de la casa un lugar fijo destinado a ella, la encontramos ora en un sitio, ora en otro, donde pueda hallarse un espacio libre, de modo subordinado al plan general de la construcción. Y esto no debe causar maravilla: el destinar una habitación especial para cocina es ya un refinamiento y un progreso.
Los antiguos romanos no tenían cocina; preparaban su cena en le atrium o, si hallaban manera, al aire libre, parecidos en esto a los héroes homéricos, que vivían en suntuosos palacios reales, pero carentes de cocina (G. Finsler, Homero Leipzig, 1941, 2° edición, pág. 121).
Anexos a la cocina estaban los retretes y el baño.
Tomado de: “URBS”; la vida en la Roma antigua (URBS – Vita Romana), autor: Ugo Enrico Paoli (traducción: I. Farrán y Mayoral) Ed. Iberia-Joaquin Gil-Muntaner, 180-Barcelona, 1944-



Sobre los grandes banquetes griegos y la orgía
“… gustaban postres y pastas diferentes hechas con sésamo y miel ya que el azúcar no era conocido entonces. … vino… Cuando lo tomaban caliente lo mezclaban con especias y miel… los banquetes… Decoraban el comedor con ramas verdes y cubrían el suelo con flores. A mediad que llegaban los invitados eran recibidos por esclavos que les quitaban el calzado y lavaban sus pies y manos. Luego, se pasaba al interior de la casa y se discurría algunos momentos tratando de demostrar espiritualidad.

Al cabo de un rato se acercaban los invitados al comedor, lugar donde se iba a celebrar la orgía. Allí, coronados con guirnaldas de flores y abundantemente perfumados, se recostaban sobre amplios divanes teniendo a su lado una mesa baja en la cual los esclavos iban colocando los diversos platos. La comida comenzaba con libaciones de vino puro que se empleaba en aquella época como aperitivo. Llegaba después el primer plato que generalmente consistía en verduras y carnes ya cortadas en trozos que se tomaban con la mano. Luego se retiraban las mesas y eran reemplazadas por otras en las que se servía los entremeses, dulces y frutas. Se nombraba un maestro de ceremonias y aparecían varios jóvenes, elegidos entre los esclavos más hermosos, con grandes recipientes de vino al cual agregaban especies, miel o agua según el gusto de los invitados. Comenzaban a circular pequeños platos cuya finalidad era provocar la sed e incitar a beber a los invitados.
Queso salado, cebolla frita, salchicha muy sazonada o anchoas. Se hacían las libaciones de rigor en honor a los dioses y comenzaba la verdadera orgía.
Entraban prestidigitadores, juglares, acróbatas, actores y payasos, llegaban luego las flautistas y las bailarinas ricamente adornadas y muy maquilladas. Se cantaban las scolia o canciones del vino y los mismos invitados tomaban parte en la fiesta ya cantando, ya tañendo la cítara o tocando la flauta.

En esa atmósfera, sobrecogedora por el olor de las comidas, de los perfumes y los seres humanos, los invitados ya entrados en calor comenzaban a despojarse de sus ropas quedando con el torso completamente desnudo y brillante por los aceites y el sudor. En esa época existía un juego muy común que consistía en dar en el blanco con el vino contenido en los jarros que se arrojaba a otros recipientes, muchos jugadores, por supuesto, no triunfaban y al cabo de un tiempo comenzaban a formarse arroyuelos de vino en el piso del comedor. La excitación iba en aumento y pronto las flautistas o las bailarinas dejaban su arte para caer en brazos de los invitados, que todavía eran capaces de desearlas. Hacía ya rato que muchos descansaban sobre el vino que el estómago ya no soportaba. Al amanecer veíase salir de la casa algunas figuras tambaleantes que trataban de recordar el camino que las conducía a las suyas. Los otros dormían dentro del la sala del banquete el sueño de los ebrios. Y así terminaba uno de aquellos banquetes lésbicos.
Comprendemos fácilmente que Safo no tomara parte de ellos y prefiriera caminar por los bosques y los jardines.”

-Tomado de Safo de Lesbos; Arthur Weigall, Ed. Schapiere S.R.L. 1954-


La descripción de un banquete
En el Satiricón de Petronio se puede observar todo el desarrollo de un banquete en donde luego de todo el servicio se sirve una enorme fuente con comidas.
Alexis de Thurium, poeta cónico más antiguo de Menandro, describe así según referencia de Suidas, un aparato parecido:

“Dispusieron una mesa en la cual se sirvió, no queso ni aceitunas, ni guisantes ni otros platos comunes, sino una fuente magnifica que representaba la mitad del cielo, y en cuyas divisiones se había colocado todo lo mejor del firmamento: peces, cabritos, cangrejos, y todo los signos del Zodíaco: en Aries, había garbanzos; en Tauro, un trozo de carne de vaca; en Géminis, riñones y criadillas; en Cáncer, una corona; en Leo, higos africanos; en Virgo, la matriz de una cerda; en Libra, una balanza que un platillo tenía una torta y un pastel en el otro; en Escorpio, un pececillo; en Sagitario, una liebre; en Capricornio, una langosta; en Acuario, un pato; en Piscis, dos bardos marinados. En el centro del globo, una mata de césped bien imitada, sostenía un panal de abejas.”-Athenea, libro II, c. 18.-
Un esclavo egipcio iba repartiendo panes calientes de un hornillo de oro y plata, otros cuatro en una bandeja finamente decorada traían un cisne entero –que llevó horas cocinarlo a fuego muy bajo para que no se le quemara ni una de sus plumas-. Inmediatamente aparecieron al compás de la orquesta cuatro bellísimos esclavos que quitaron la parte superior del globo. Súbitamente aparecieron manjares selectos: aves cebadas, ubres de cerda, una liebre alada, figurando un Pegaso. Vimos también en los ángulos del centro de la mesa, cuatro sátiros con odres, de los cuales brotaban chorros de salmuera, que caían en un lago donde flotaban pescados condimentados.



Los grandes cocineros
La importancia de ser cocinero o cocinera arranca desde la más remota antigüedad. Los grandes señores romanos y griegos acostumbraban a destinar una importante suma de sus rentas al ejercicio de la gastronomía. A tal punto, que cuando Apicio (famoso gastrónomo romano contemporáneo de Tiberio), al tener que reducir sus gastos para “comilonería” de 20 millones de sextercios a 10… ¡Se suicidó! El prefería morir en la abundancia y no en la miseria, postura muy común entre los paganos, ya que Tácito –si bien no era muy comilón que digamos- decía algo parecido a esto: “Una muerte honrosa es preferible a una vida de deshonra”.

Entre los sibaritas tanta importancia se daba a la comida (ergo: a los cocineros…) que aquel 5 estrellas (¿o 5 laureles?) que inventaba un nuevo plato, gozaba todo el año de sus “derechos de autor”. Por su parte, los griegos solían oponer a los “Siete sabios de Grecia” una lista de “Los siete cocineros más famosos”. Estos eran: Egís de Rodas, el único que sabía asar perfectamente un pescado; Nereo de Chío, un experto en la preparación de “caldo de congrio”; Caríades de Atenas, una estrella en ciencia culinaria; Lamprías, inventor de “la salsa negra”; Aftonetes: ¡inventor de la morcilla!; Eutrymo, maestro en preparar lentejas; Ariston: un mago para inventar nuevos guisos… Lo que diríamos, en términos modernos: “¡cocina de autor!”.
-Blanca Cota; Rev. Diario Clarín, 28/10/2001-


Después de dar este pequeño paseo por la Roma y Grecia antigua podemos entender un poquito más nuestras costumbres y observar de que forma tan acelerada fue el crecimiento cultural culinario que tuvo proceso en este corto tiempo, para nuestro paso por la tierra, si pensamos que el hombre actual se origina hace, entre 4 y 6 millones de años, y todo este modernismo tan solo ocurre en los últimos milenios; ni que hablar de los adelantos del siglo XX.
Como siempre para un apasionado de la cocina y el conocimiento del hombre todo esto es más que interesante.
Espero lo hayas disfrutado y nos encontramos como siempre en este blog:

Norberto E. Petryk / Chef, escritor e investigador
norbertopetryk@gmail.com

 Ver: http://seminarioabierto.com/tiempos14.htm

4 comentarios:

  1. Podría decirme o indicarme dónde puedo encontrar el modo de organizar la cena, disposición de los comensales, puesto de honor, etc. entre los judíos en tiempos de Jesús.
    Se lo agradecería mucho. Por si me puede enviar la información por e-mail: ioseph@gmail.com

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    1. Tengo entendido que en las sagradas escrituras, La Biblia, se puede ver algo de eso, pero nunca lo he leído, solo escuché, tendría que verlo en algún texto en casa de mi madre.

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  2. Ver: http://seminarioabierto.com/tiempos14.htm

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  3. exelente como todo lo que ud. comenta gran maestro.

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